Todos tenemos secretos. Secretos que guardar.
Esto nadie te lo explica, ni en la escuela ni en una charla familiar de esas que se tiene un domingo en la sobremesa cuando sirven el café, pero a poco que lo pienses descubres que los secretos son como los amigos: unos los conservas desde la niñez, otros te asaltan cuando menos lo esperas, en el trabajo, en la cola del súper, en la tintorería…; los hay absorbentes, los hay esporádicos… algunos nacen de un momento bonito, otros aparecen de lo más oscuro. Hay quien tiene muchos, hay quien tiene unos pocos, bien o mal cuidados, pero en suma: Todos tenemos secretos.
La niña del bloque 7 creció con un secreto, pero no con uno de niño como cuando pierdes el cinturón del uniforme y no se lo dices a mamá, era un secreto diferente. A aquella niña que llevaba a todas partes su estuche de ceras de color y odiaba por igual su pelo rizado y los zapatos de charol, la prohibición de volar la dejó paralizada ante el televisor el día que se hizo pública.
Hay momentos que no se olvidan: estaba aprendiendo a dibujar caracoles (“son como las espirales que utilizan los hipnotizadores de la feria”, le había dicho la maestra el día anterior), y en la hoja de papel donde practicaba ya había dibujado uno rosa, uno amarillo y otro rojo con antenas azules, cuando interrumpieron la emisión infantil para dar un avance informativo urgente.
“Por razones de seguridad desde las doce del mediodía de hoy queda prohibido volar. Con un acuerdo unánime de todos los grupos políticos se ha elaborado un informe que incorpora 3437 razones que obligan a adoptar tal decisión. El listado, al que se ha llamado “Libro Blanco de la Seguridad” será distribuido entre todos los ciudadanos para su debido conocimiento…….”
La presentadora continuó durante veintidós minutos más dando detalles de la noticia, pero a la niña sólo le interesaron tres palabras y cuatro números: “Queda prohibido volar” y 3437.
Así nació su secreto.
Al día siguiente del comunicado oficial, en el buzón de todos los vecinos apareció perfectamente encuadernado el dichoso Libro Blanco de la Seguridad. Su abuela lo dejó encima de la mesa de la cocina, sin prestarle ninguna atención; los adultos siempre parecían preocupados por mil cosas menores que la niña no acababa de comprender.
¿Lo puedo leer?
Si quieres perder el tiempo con eso… A mí me importa un pito, yo desde luego no pienso echar a volar y lo que sí tengo que hacer es poner a remojo los garbanzos, que luego vendrán todos a comer con prisas…
¿Por qué lo llaman Libro Blanco si tiene las tapas negras?
Cosas de mayores. Es como el que hace un potaje y no le echa canela a los garbanzos, cuestión de detalles… Detalles, detalles, es como coser con hilo blanco un botón en un pantalón azul. Detalles.
Negro por fuera, blanco por dentro ¿Qué es?
¿El libro ese?
¡Nooooooo! ¡¡¡¡Una croqueta de bacalao con costra de tinta de calamar!!!!
La niña salió corriendo de la cocina con su caja de ceras de colores en una mano y el Libro Blanco-Negro de Seguridad en la otra; reía a carcajadas bajitas, de esas que se intentan esconder con vergüenza fingida en las travesuras, mientras canturreaba “negro por fuera blanco por dentro; negro por fuera, blanco por dentro”
El resto del día lo empleó en leer las 3437 razones que obligaban a prohibir volar. Tantas razones y sólo ocupaban 24 páginas; algunas eran tremendamente técnicas y repetían como un mantra palabras que ella desconocía, onda, emisor, seguridad; otras eran demasiado fáciles de entender, hasta para una niña de seis años. Por hacer las cosas bonitas y entretenerse (leer aún le suponía un esfuerzo) en cada una de las hojas la niña dibujó, en la esquina del margen superior derecho, un animalito diferente. Eran los guardianes de las razones y, como sólo tenía 12 ceras de colores diferentes, tuvo que repetir color y jugó a hacer parejas de guardianes-animales, como para el Arca de Noe.
Además, con cuidado para no torcerse, marcó con rotulador fluorescente la razón 1332.
Cuando terminó de leerlas cayó en la cuenta de que de los 12 guardianes dibujados en las esquinas de las hojas, habían quedado prohibidos siete de ellos: los pavos reales, las mariquitas rojas, las mariposas, los pájaros carpinteros y las abejas. Mientras los tachaba con la cera de color negro, a grandes trazos, con rabia, como quien clava una estaca en un vampiro, nació el miedo: qué iban a hacer con todo lo que volaba, dónde lo iban a guardar, que pasaría con quien no obedeciera...
Y así fue como la niña del bloque 7, y muchos otros, crecieron en un mundo en que todo iba a ras de suelo. Todo bien pegado a la tierra, bien seguro; libres de caídas y de remolinos.
Se acabó volar: no más aviones, nada de libélulas o mariquitas, ni patos, ni golondrinas, ni comentas, nada de ángeles de la guarda, ni tirachinas, ni faldas revoloteando.
¿Tampoco nada de ideas?
Nadie le supo contestar esa pregunta pero, por la cara de espanto que se le dibujaba a quien la oía, dejó de preguntar y aprendió a convivir con su secreto: A veces se le escapaban ideas, al principio cosas tontas de niña, por ejemplo ¿dónde habían guardado las nubes?, pero con el paso del tiempo sintió que a sus ideas les nacían plumas (mal, prohibidas) y cada vez volaban más lejos (peor, aún más prohibido), así que por miedo a infringir alguna severa prohibición adulta adoptó la costumbre de llevar sombrero.
Esto tiene su explicación.
Una noche vio, en el teleclub de la iglesia, una película en la que los alienígenas (así llamaban a los marcianos: alienígenas) invadían la Tierra y, para no ser localizados, los humanos se forraban la cabeza con papel de aluminio. Si el papel de plata servía para que los marcianos no detectaran nuestras ondas cerebrales, un sombrero, de los de toda la vida, serviría para que no se le escaparan sus ideas…
Pero parece ser que las ideas tontas son de lo más común entre los humanos y, tras una subida escandalosa en la cifra de ventas de sombreros que la convirtió en un hito empresarial de lo más sospechoso y peligroso, los grupos políticos que parecían sólo estar de acuerdo en las decisiones más absurdas a tomar, en otro avance informativo comunicaron a la ciudadanía que la utilización de sombreros o cualquier prenda que cubriera la cabeza, en locales cerrados, quedaba prohibida desde las doce del mediodía por razones de seguridad.
Era domingo.
Aquel comunicado que interrumpió la emisión de deportes no le pilló dibujando caracoles. Había pasado mucho tiempo de aquello y jamás los había vuelto a dibujar. Ella seguía odiando su pelo rizado y los zapatos de charol, pero ya no llevaba la caja de ceras consigo a todas partes. En parte porque ya no era una niña a la que le gustaban las adivinanzas tontas —¿qué lleva el rey en la panza?—, en parte porque había perdido la ilusión por llenar de colores una realidad tan pegada al suelo como la que vivían.
Y era domingo; y estaba harta; y pensó que a veces los secretos pesan tanto que la única solución que queda para sobrevivir es convertirlos en palabras compartidas y borrarlos.
Entró en la iglesia, como todos los domingos, y antes de que empezara la celebración, enfiló el pasillo central. Llevaba aún su sombrero puesto. Subió los tres escalones y se puso frente a todos sus vecinos y amigos. Las campanas marcaron las doce. Ella se quitó respetuosamente el sombrero y sólo dijo:
La norma 1332 establece que se prohíbe volar porque lo que vuela nunca se sabe bien adónde va. Quizás sea el momento de plantearse que aunque no sepamos bien adónde vamos, puede existir un lugar mejor que éste.
Respiró aliviada.
Salió de la iglesia, se sentó en un banco al sol y se puso de nuevo el sombrero. Esta vez no lo hizo porque tuviera miedo de que se le escaparan las ideas, sino porque con él se sentía guapa y odiaba su pelo rizado. Allí sola, por fin sin miedo, dejó volar su secreto mejor guardado.
Esto nadie te lo explica, ni en la escuela ni en una charla familiar de esas que se tiene un domingo en la sobremesa cuando sirven el café, pero a poco que lo pienses descubres que los secretos son como los amigos: unos los conservas desde la niñez, otros te asaltan cuando menos lo esperas, en el trabajo, en la cola del súper, en la tintorería…; los hay absorbentes, los hay esporádicos… algunos nacen de un momento bonito, otros aparecen de lo más oscuro. Hay quien tiene muchos, hay quien tiene unos pocos, bien o mal cuidados, pero en suma: Todos tenemos secretos.
La niña del bloque 7 creció con un secreto, pero no con uno de niño como cuando pierdes el cinturón del uniforme y no se lo dices a mamá, era un secreto diferente. A aquella niña que llevaba a todas partes su estuche de ceras de color y odiaba por igual su pelo rizado y los zapatos de charol, la prohibición de volar la dejó paralizada ante el televisor el día que se hizo pública.
Hay momentos que no se olvidan: estaba aprendiendo a dibujar caracoles (“son como las espirales que utilizan los hipnotizadores de la feria”, le había dicho la maestra el día anterior), y en la hoja de papel donde practicaba ya había dibujado uno rosa, uno amarillo y otro rojo con antenas azules, cuando interrumpieron la emisión infantil para dar un avance informativo urgente.
“Por razones de seguridad desde las doce del mediodía de hoy queda prohibido volar. Con un acuerdo unánime de todos los grupos políticos se ha elaborado un informe que incorpora 3437 razones que obligan a adoptar tal decisión. El listado, al que se ha llamado “Libro Blanco de la Seguridad” será distribuido entre todos los ciudadanos para su debido conocimiento…….”
La presentadora continuó durante veintidós minutos más dando detalles de la noticia, pero a la niña sólo le interesaron tres palabras y cuatro números: “Queda prohibido volar” y 3437.
Así nació su secreto.
Al día siguiente del comunicado oficial, en el buzón de todos los vecinos apareció perfectamente encuadernado el dichoso Libro Blanco de la Seguridad. Su abuela lo dejó encima de la mesa de la cocina, sin prestarle ninguna atención; los adultos siempre parecían preocupados por mil cosas menores que la niña no acababa de comprender.
¿Lo puedo leer?
Si quieres perder el tiempo con eso… A mí me importa un pito, yo desde luego no pienso echar a volar y lo que sí tengo que hacer es poner a remojo los garbanzos, que luego vendrán todos a comer con prisas…
¿Por qué lo llaman Libro Blanco si tiene las tapas negras?
Cosas de mayores. Es como el que hace un potaje y no le echa canela a los garbanzos, cuestión de detalles… Detalles, detalles, es como coser con hilo blanco un botón en un pantalón azul. Detalles.
Negro por fuera, blanco por dentro ¿Qué es?
¿El libro ese?
¡Nooooooo! ¡¡¡¡Una croqueta de bacalao con costra de tinta de calamar!!!!
La niña salió corriendo de la cocina con su caja de ceras de colores en una mano y el Libro Blanco-Negro de Seguridad en la otra; reía a carcajadas bajitas, de esas que se intentan esconder con vergüenza fingida en las travesuras, mientras canturreaba “negro por fuera blanco por dentro; negro por fuera, blanco por dentro”
El resto del día lo empleó en leer las 3437 razones que obligaban a prohibir volar. Tantas razones y sólo ocupaban 24 páginas; algunas eran tremendamente técnicas y repetían como un mantra palabras que ella desconocía, onda, emisor, seguridad; otras eran demasiado fáciles de entender, hasta para una niña de seis años. Por hacer las cosas bonitas y entretenerse (leer aún le suponía un esfuerzo) en cada una de las hojas la niña dibujó, en la esquina del margen superior derecho, un animalito diferente. Eran los guardianes de las razones y, como sólo tenía 12 ceras de colores diferentes, tuvo que repetir color y jugó a hacer parejas de guardianes-animales, como para el Arca de Noe.
Además, con cuidado para no torcerse, marcó con rotulador fluorescente la razón 1332.
Cuando terminó de leerlas cayó en la cuenta de que de los 12 guardianes dibujados en las esquinas de las hojas, habían quedado prohibidos siete de ellos: los pavos reales, las mariquitas rojas, las mariposas, los pájaros carpinteros y las abejas. Mientras los tachaba con la cera de color negro, a grandes trazos, con rabia, como quien clava una estaca en un vampiro, nació el miedo: qué iban a hacer con todo lo que volaba, dónde lo iban a guardar, que pasaría con quien no obedeciera...
Y así fue como la niña del bloque 7, y muchos otros, crecieron en un mundo en que todo iba a ras de suelo. Todo bien pegado a la tierra, bien seguro; libres de caídas y de remolinos.
Se acabó volar: no más aviones, nada de libélulas o mariquitas, ni patos, ni golondrinas, ni comentas, nada de ángeles de la guarda, ni tirachinas, ni faldas revoloteando.
¿Tampoco nada de ideas?
Nadie le supo contestar esa pregunta pero, por la cara de espanto que se le dibujaba a quien la oía, dejó de preguntar y aprendió a convivir con su secreto: A veces se le escapaban ideas, al principio cosas tontas de niña, por ejemplo ¿dónde habían guardado las nubes?, pero con el paso del tiempo sintió que a sus ideas les nacían plumas (mal, prohibidas) y cada vez volaban más lejos (peor, aún más prohibido), así que por miedo a infringir alguna severa prohibición adulta adoptó la costumbre de llevar sombrero.
Esto tiene su explicación.
Una noche vio, en el teleclub de la iglesia, una película en la que los alienígenas (así llamaban a los marcianos: alienígenas) invadían la Tierra y, para no ser localizados, los humanos se forraban la cabeza con papel de aluminio. Si el papel de plata servía para que los marcianos no detectaran nuestras ondas cerebrales, un sombrero, de los de toda la vida, serviría para que no se le escaparan sus ideas…
Pero parece ser que las ideas tontas son de lo más común entre los humanos y, tras una subida escandalosa en la cifra de ventas de sombreros que la convirtió en un hito empresarial de lo más sospechoso y peligroso, los grupos políticos que parecían sólo estar de acuerdo en las decisiones más absurdas a tomar, en otro avance informativo comunicaron a la ciudadanía que la utilización de sombreros o cualquier prenda que cubriera la cabeza, en locales cerrados, quedaba prohibida desde las doce del mediodía por razones de seguridad.
Era domingo.
Aquel comunicado que interrumpió la emisión de deportes no le pilló dibujando caracoles. Había pasado mucho tiempo de aquello y jamás los había vuelto a dibujar. Ella seguía odiando su pelo rizado y los zapatos de charol, pero ya no llevaba la caja de ceras consigo a todas partes. En parte porque ya no era una niña a la que le gustaban las adivinanzas tontas —¿qué lleva el rey en la panza?—, en parte porque había perdido la ilusión por llenar de colores una realidad tan pegada al suelo como la que vivían.
Y era domingo; y estaba harta; y pensó que a veces los secretos pesan tanto que la única solución que queda para sobrevivir es convertirlos en palabras compartidas y borrarlos.
Entró en la iglesia, como todos los domingos, y antes de que empezara la celebración, enfiló el pasillo central. Llevaba aún su sombrero puesto. Subió los tres escalones y se puso frente a todos sus vecinos y amigos. Las campanas marcaron las doce. Ella se quitó respetuosamente el sombrero y sólo dijo:
La norma 1332 establece que se prohíbe volar porque lo que vuela nunca se sabe bien adónde va. Quizás sea el momento de plantearse que aunque no sepamos bien adónde vamos, puede existir un lugar mejor que éste.
Respiró aliviada.
Salió de la iglesia, se sentó en un banco al sol y se puso de nuevo el sombrero. Esta vez no lo hizo porque tuviera miedo de que se le escaparan las ideas, sino porque con él se sentía guapa y odiaba su pelo rizado. Allí sola, por fin sin miedo, dejó volar su secreto mejor guardado.