Insectos, bichos y silencio.
Esa es mi carta de presentación.
La explicación puede resultar muy breve ya que, en esencia, mi diagnóstico no abulta más que tres frases en un informe de alta hospitalaria: “Vibración de cuerdas vocales superior a los 25 Khz. Sin relevancia para el aparato fonador. Control por médico de cabecera.”
Cómo he llegado a ese diagnóstico, eso sí que es largo de contar. Y aún puedo dar gracias al azar y a la bruja que me echó las cartas en la fiesta de fin de curso de la facultad, que aguantando estoicamente el corretear de los escarabajos azules, cada vez más abundantes, entre sus cartas y bolas de cristal, sacó la carta del sanador y me recomendó ir al médico.
“Tu problema no es de mala suerte, ve al médico, al de la garganta, cielo”.
Eso me dijo, y a partir de ese momento he sido consciente de mi tara.
Mi puta tara.
Toda la vida pensando que era una desgraciada, una gafe de la fauna, porque a donde iba se llenaba todo de bichos, y ahora resulta que la culpa es mía. Bueno, la culpa, culpa... llamémosle origen, que resta carga moral al asunto.
Me explico. Soy consciente de que la cuestión lo requiere.
Sin quererlo, cuando mis cuerdas vocales se ponen en funcionamiento emiten ondas que nosotros, los que nos auto-denominamos humanos, no percibimos, pero que a los bichos les ponen como motos. Como un silbato de esos para perros.
Podía haber tenido suerte y haber emitido ondas de las que se utilizan para ahuyentar cucarachas y ratones (ahora que soy una experta en ondas ultrasónicas puedo formular un deseo así, claro); pero no, mis ondas, todo lo contrario, les atraen.
Sin explicación, ni solución científica.
Por eso lo del silencio, es mi remedio de andar por casa.
Y es que puede parecer una tontería pero, salvo que seas entomólogo y te gusten los insectos en todas sus manifestaciones, es una guarrada empezar a hablar y ver cómo se van acercando poco a poco los bichitos del día y van llenando, cada vez en mayor número, todo el espacio que te rodea. Primero a tu alrededor, zumbándote en los oídos o restregándose por tus brazos, luego trepando por tus cosas, dentro del bolso, en los bolsillos, por los zapatos... Hasta que se hace insoportable, hasta que te conviertes en una especie de madriguera portátil, de reina madre.
Y digo los bichitos del día porque, por alguna extraña razón, no es que vengan todo tipo de bichos a la vez, al reclamo de mi voz; unos días aparecen mariposas lo cual (si no fuera porque al final, por el número inmenso que se acaba reuniendo, parecen mariposas carnívoras salvajes) podría parecer hasta bonito, pero otros días aparecen insectos menos románticos: cucarachas, babosas o ciempiés.
En fín, que mis días son como los bombones de Forrest Gump: nunca sabes lo que te va a tocar...
Además el problema es que me afecta a mí y a los que me rodean; no te cuento cuántas veces he cambiado de trabajo, o de casa en los últimos meses... Enseguida, en cuanto empiezan a sospechar que algo tengo que ver con las plagas bíblicas que se desatan desde mi llegada a sus vidas, pliego trastos y me voy. Llevo fatal el tema de la culpa. Creo que ya lo he dicho antes.
El problema colateral es que no sé vivir sola.
Está claro que puedo buscarme una casa solitaria en el campo y un trabajo de esos que se hacen desde el ordenador de casa: teleoperadora de compañía aseguradora, voz sensual en línea erótica... pero como digo, me gusta la gente. Sus sonrisas. Sus voces. Subirme al autobús y pegarme lo máximo posible a los otros pasajeros que hablan ajenos a sus ondas ultrasónicas, y disfrutar de conversaciones sin el chocar de polillas contra mi frente, o sin el zumbido de los abejorros alrededor... Todas esas pequeñas cosas que a mí me parecen inmensos milagros cotidianos.
Bueno, como decía, la ciencia no tiene solución a mi problema; así que tirando por la vía del medio he encontrado una solución casera pero eficaz al cien por cien. No hablo, me hago pasar por muda a donde voy y así mato dos pájaros de un tiro: evito a los bichos y me revisto de un aura de desvalimiento que, por el cariño que la gente pone para relacionarse conmigo, me va compensando por todos los años de exclusión social a los que me he visto sometida.
Este secreto, mi secreto, sólo lo conocemos dos personas. El otorrino que me diagnosticó entre inesperadas hordas de polillas nocturnas en el hospital, y yo misma. Yo creo que la bruja que me echó las cartas y me envió al médico no puede tener ni idea del calado del asunto...
El caso es que el pobre médico, que no tiene explicación a porqué me ocurre esto, toma muchísimo interés en mi caso. Yo creo que para él soy como un sofisticado producto de ambulatorio, pero como está bastante buenorro y mis relaciones sociales a la par que escasas suelen resultar nefastas, le dejo hacer.
En realidad, no me engaño, es mi único amigo.
Yo, y no es por desanimarle, le digo que lo deje estar, que no tiene solución, que soy la dama de las bestias, pero él bromea y me dice que lo que soy es una sirena que emito cantos para los piratas del planeta. Así llama a los insectos, “piratas del planeta”, y luego me explica que si hubiera una explosión nuclear ellos serán los únicos supervivientes, que lo ha leído en una revista científica. Y yo le oigo decir eso y me derrumbo, porque vamos, si ni con una bomba atómica se puede solucionar mi problema... apaga y vámonos.
¿Se puede considerar este tipo de conversaciones como de enamorados? A veces, me lo planteo, pero inmediatamente desecho la idea. ¿Quién se puede enamorar de un reclamo andante para los invertebrados?
Él y yo hemos llegado a un entente de acuerdo, que algún purista podría considerar ilegal, pero que nosotros entendemos como una receta médica para tratar mi enfermedad.
Él me ha expedido un certificado de mudez (porque si no a ver cómo voy por el mundo sin pronunciar palabra) y, a cambio, cada vez que se me escapa algún sonido (que reconozco que es algo que me pasa por mucho que me esfuerce en callar), le tengo que enviar un correo electrónico explicándole la hora en que ha ocurrido, lo que ha pasado, lo que he dicho y el insecto, bicho, o ser de Dios, que he atraído.
Él contento, porque entiendo que encontrar un caso así para investigar debe ser como que te toque la lotería primitiva médica; y yo, sin estar contenta del todo, porque a ver cómo voy a estarlo con este problema que tengo, por lo menos puedo ir medio funcionando por la vida.
Nuestras conversaciones, siempre telefónicas, y después de avisarle por sms de que estoy sola en un parque o en algún lugar alejado del resto del mundo, duran lo que dura mi capacidad de aguante de los bichos temáticos del momento. No es por falta de ganas, porque sé que tanto él como yo podríamos hablar de viajes, de horóscopos o de los zapatos que hay que llevar al zapatero; pero mi capacidad de aguantar a los extraños visitantes tiene un límite. Soy humana, aunque a veces hasta yo lo dude.
Hablamos y siempre parece muy interesado en saber qué tipo de insecto me visita. Hoy libélulas. Mariquitas. Saltamontes. Veo escarabajos verdes… Concienzudo debe tomar nota, porque siempre queda en silencio unos momentos.
Tengo dos noticias que darte.
Eso me ha dicho hace un momento, cuando me ha llamado.
Tengo una solución y una objeción. ¿Cuál quieres primero?
La solución, he musitado, mientras veía aparecer una nerviosa mosca delante de mi.
He leído sobre unas bayas nepalíes que producen, por una irritación alérgica de las mucosas, una leve inflamación de las cuerdas vocales. Creo que al variar la densidad de tus cuerdas también se pueden ver modificadas las ondas que emiten. Si estas bayas no sirvieran, podríamos trabajar con otros remedios, pero por esa dirección.
¿Y la objeción?
No sé si te has dado cuenta de la estrecha relación que existe entre la clase de insecto que se te aparece y tu estado de ánimo. Si estás nerviosa aparecen moscas; si estás enfadada son insectos fuertes los que te rodean, como los grillos o las cucarachas; si estás feliz te rodean mariposas de colores, libélulas o luciérnagas… Me resulta tan sencillo entenderte… Seguro que ahora estás rodeada de moscas. Nerviosas como tú. Así que la objeción radica sencillamente en que perderé el mapa de navegación de tu universo.
Ni un segundo de duda en mi respuesta. El que tiene una tara como la mía y roza por un instante, con la yema de sus dedos, su desaparición no lo dudaría.
Yo tampoco.
Pues tendrás que navegar a pelo. Eso hacen los valientes.